Lo que más difícil le resultó no fue darse cuenta de que él
no le quería, sino cortar ese lazo invisible y unidireccional que ella misma
había anudado.
Durante un largo, larguísimo, periodo de tiempo había estado
luchando sola por mantener una relación carente de sentido. Ella sólo quería
tenerle en su vida. Él veía una relación indolora.
No era un secreto. La frase “no puedo corresponderte del
mismo modo” estuvo a la orden del día casi desde el minuto uno. Quizás a él le
ayudaba a no tener cargos de conciencia. Quizás a ella le ayudó a no esperar
nada.
Conversaciones convertidas en monólogos, falsamente
retroalimentadas con respuestas monosílabas, si es que había suerte. Y la lista
seguía… vaya, que si seguía.
Pero «la mañana más inesperada» —nótese la ironía, pues fue
un pensamiento que creció con el tiempo hasta volverse acción— decidió que ella
también tenía derecho a que alguien se enamorase de ella. Que se le pusiera
cara de idiota cuando la recordase. Que llevara por bandera el color de sus
ojos.
Que se diera cuenta de que estar enamorado es una ventaja
que no tantos disfrutan, a pesar de las creencias de la gente. Que a pesar de
que terminara, iba a asegurar con la cabeza bien alta que hizo todo lo que el
corazón le pedía.
Así, cogió la puerta para no volver, estando segura de
varias posibilidades.
La primera, que él le extrañaría. Notaría esa carencia.
La segunda, que algún día él se enamoraría de verdad y
caería en la cuenta de todo el daño insonoro que le había hecho.
La tercera, que viviría en aquel estado toda su vida.
Lo bueno de estas posibilidades, es que ella no estaría
esperando tras ninguna de ellas.