Aunque fuera brilla el sol, llueve en el
interior de aquel minúsculo apartamento. Las paredes vuelven a encoger y la
opresión en su pecho crece por momentos.
Se acaba de dar cuenta que él nunca le
quiso y que no es su culpa, que cuando llegó a su vida tenía el corazón, ése
que le rompieron en mil pedazos una y otra vez, mal reconstruido. Que nunca iba
a querer como se quiere en las películas, o en alguna novela romántica de ésas.
¿Cómo iba a hacerlo, si lo tenía resquebrajado?
Maldijo su suerte por no haber llegado
antes a su vida, por haber atisbado que muy en el fondo, casi en el epicentro
de la tierra, se encontraba el verdadero él.
Lamentó aquellas palabras que algún día pronunció, en las que decía que lo amaría
y esperaría hasta que llegase a sentir la cuarta parte de lo que ella sentía,
aunque fuese.
Había pasado mucho tiempo hasta hoy, cuando descubre que “un
poquito” no es suficiente. Necesita que alguien se enamore de ella, que pierda
totalmente la cabeza, que le regalen rosas, una por cada lágrima que derramó.
Desea que le digan lo bonito que es encontrarla desnuda en su cama, en su vida. Que su corazón roto tiene
arreglo, que todo en esta vida lo tiene.
Hoy hace las maletas y deja una carta en
la cocina:
Quisiste quererme, lo intentaste una y
otra vez sin suerte. No te culpo. Hoy nos libero a ambos. Nos toca ser felices.
Por eso te pido que vayas a por ella, que la reconquistes.
Por favor, no me llames ni trates de
localizarme. Tenme como un recuerdo del pasado más cercano.
Marian.